Somos seres sociales por naturaleza. Necesitamos de los demás, es pura supervivencia. Necesitamos un hombro en el que llorar, una mano que agarrar, compartir nuestro dolor y nuestra felicidad.
Aprendemos los unos de los otros, de nuestros errores y logros, y también de los ajenos.
Dicen que nadie entra en nuestra vida sin ninguna razón, siempre hay un por qué. De las buenas influencias nos enriquecemos; con las malas, aprendemos y crecemos.
Aun cuando en nuestros momentos de mayor desesperanza no esperamos nada, siempre (que suele ser cuando menos te lo esperas) algo sucede, por algún lado empieza a asomar la luz de nuevo. Sea lo que sea, una nueva experiencia, una oportunidad inesperada, una elección inocente...nos incluye a nosotros, y seguramente a alguna otra persona, que puede que sin quererlo, nos haga mucho más bien del que puede llegar a pensar.
Es una suerte, y debemos aprender a apreciarla, el encontrarte con gente que te transmite su positivimo, sus ganas de seguir y no rendirse, su fuerza. Con una simple palabra, un detalle, un gesto de cariño o una muestra de interés hacia ti, hacia tu bienestar, nos hacen ver que aún quedan cosas buenas a nuestro alrededor. De pronto, nos permiten ver más allá, leer entre líneas...y entonces, en un instante, sin haberlo planeado, nos damos cuenta de que está pasando...volvemos a sonreír. Esa felicidad, esa vida que creíamos perdida vuelve a surgir dentro de nosotros.
De esta forma, de la manera más pura, es como estas personas dejan una huella en nuestro corazón y pasan a ocupar un lugar en él...un lugar especial, un pensamiento bonito y un hermoso recuerdo. Porque gracias a su bondad y humildad, unidas a nuestras vivencias, nos hacen coger impulso, ponernos en pie, mirar hacia arriba y hacia delante y contemplar que todo vuelve a tener color. Y si giramos la cabeza y miramos a nuestro lado, sabemos que estarán ahí, sonriéndonos y susurrándonos: Sigue, yo estoy contigo.